Los desarrollos inmobiliarios no están aislados del contexto económico de un país. Al contrario, suelen ser uno de sus termómetros más claros: reflejan cómo se percibe el presente y cómo se proyecta el futuro. Invertir -especialmente en infraestructura, en urbanismo, en ciudad- es una decisión atravesada por múltiples variables económicas, políticas, sociales y ambientales. Pero también, por algo menos tangible y no por eso menos determinante: la confianza.
Argentina atraviesa una etapa de transición marcada por profundos desequilibrios. El gobierno nacional impulsa reformas estructurales con la intención de estabilizar la economía. Este proceso, sin embargo, conlleva costos -sociales, económicos, ambientales- que impactan desde lo macro hasta lo más local. En ese escenario, invertir se vuelve un desafío que exige medir riesgos, tiempos, retornos. Pero también, implica reconocer el valor del arraigo, del compromiso, de la pertenencia.
En el ámbito del desarrollo urbano, los condicionantes geopolíticos y económicos son determinantes. Los municipios que cuentan con planes estratégicos -de desarrollo local, de ordenamiento territorial y ambiental- tienen una hoja de ruta clara: saben hacia dónde ir, qué priorizar, cómo planificar aquellas obras clave para un crecimiento sostenible, en materia de infraestructura, saneamiento y conectividad, entre otras. Esa planificación no solo organiza el presente: habilita un horizonte.
Y es precisamente ese horizonte el que moviliza a quienes apuestan por construir. Porque más allá de los números, los indicadores o los análisis financieros, cada obra encierra una decisión profundamente humana: la esperanza de que esa ciudad crezca, se fortalezca, mejore la vida de quienes la habitan.
Si observamos el desarrollo de construcciones en altura en diversas ciudades de la provincia de Misiones, especialmente en la zona centro, encontramos un escenario mixto. En la mayoría de las localidades, las obras del sector público como del privado muestran signos de ralentización, las obras se postergan, las avenidas se aquietan, los espacios comerciales respiran una pausa. Pero, incluso en ese contexto, surgen señales que invitan al optimismo: un edificio de departamentos de seis pisos en Campo Grande, un nuevo hotel en Puerto Rico (construcciones en altura actualmente en ejecución, ubicadas sobre las avenidas principales). Destaco estas ciudades del interior porque en este momento son las únicas que exhiben edificaciones en altura.
Son obras concretas, que hablan de decisiones valientes. De personas que eligen construir aquí, cuando bien podrían hacerlo en otro lugar. “Obras son amores”. Son gestos, a veces silenciosos, pero profundamente significativos. Son señales de confianza. Son faros.
Hay otras inversiones, activas en ambas ciudades. que también merecen ser nombradas: clínicas privadas, obras nuevas, de reformas y ampliaciones de viviendas, comercios e industrias, centros deportivos, nuevos loteos, entre otras.
Ambos municipios comparten una particularidad clave: un sector privado dinámico que no avanza en soledad, sino de la mano de liderazgos políticos comprometidos. Referentes que no solo gestionan, sino que comprenden la importancia de planificar con visión, de contener en los momentos difíciles, de cooperar con el sector productivo, de comprometerse con lo ambiental y de acompañar con decisión cada paso del desarrollo. Su presencia activa no es accesoria: es parte esencial del motor que impulsa estas transformaciones. Y estas decisiones no son casuales. Las inversiones se concentran donde hay señales claras de vida, de movimiento, de oportunidad. Pero también donde hay una identidad fuerte. Una comunidad que empuja, que cree, que acompaña.
El desarrollo urbano no depende solo de recursos. Depende, sobre todo, de convicciones. De personas que ven en su ciudad no solo un espacio físico, sino un sitio donde cristalizar un proyecto común. Cuando lo técnico se encuentra con lo emocional, nace lo verdaderamente transformador: ciudades que no solo crecen, sino que se construyen con identidad.
Es ahí, en ese cruce entre lo técnico y lo emocional, entre la planificación y el arraigo, entre el compromiso público y privado, donde cobra sentido la verdadera inversión territorial. Porque para que una ciudad crezca, no alcanza solo con recursos: se necesita visión compartida y, sobre todo, amor por el lugar.
La infraestructura de servicios, la calidad y el estado de conservación de las edificaciones, así como la limpieza y el cuidado de los espacios públicos, conforman, en su conjunto, el verdadero patrimonio de una ciudad.
Cada metro cuadrado construido habla de una mirada que se atreve a ir más allá de la coyuntura. Cada obra, pública o privada, transmite un mensaje nítido: “acá creemos en lo que viene”. Porque no hay desarrollo sostenible sin pertenencia. Sin actores que apuesten al arraigo, que se involucren con el destino colectivo.
Influyen muchos factores -el arraigo, las oportunidades, las historias personales- pero cuando se comparte la visión, lo económico y lo emocional se encuentran. Donde hay una identidad fuerte, la comunidad empuja, cree y acompaña.
Toda inversión es una apuesta. Pero también es un acto de amor. Es creer en lo que puede ser. En lo que podemos construir juntos. Por eso, más que nunca, necesitamos reconocer, celebrar y alentar a quienes eligen quedarse, cuando tal vez hubiera sido más fácil irse o invertir en otro lugar.
Porque en cada edificio que se alza, en cada calle recuperada, en cada esquina que vuelve a tener vida, hay algo que va más allá de lo material: hay memoria. Hay amor. Hay pertenencia. Hay futuro.
Gracias a quienes, incluso en medio de la incertidumbre, eligen sembrar futuro donde otros solo ven presente.
Gracias por creer. Gracias por su amor y confianza. Gracias por quedarse.
Editorial | 12/04/2025. Sergio Daniel Freiberger Arquitecto sergiofreiberger@yahoo.com.ar
